Historias de la mili IV: el futbolín.




Según ellos fue el bocadillo lo que les abrió el apetito, la cuestión es que al terminar nuestra “sentada” en el botiquín, me vi en la cantina con un zumo de piña mientras los gordos comían bocadillos de morcilla, chorizo y lomo con tomate. Alguno de ellos, como era el caso de Tomé, sumaron tres bocadillos al que ya habían comido en el botiquín. Ese tipo era realmente insaciable.
Estando allí vimos un futbolín y empezamos a jugar, la primera partida la perdí, pero a partir de ahí no hubo quien me sacara del juego. Jugábamos por parejas, saliendo la pareja perdedora. Yo jugaba con Tíjola, se le daba bastante bien, aunque quien marcaba la diferencia era yo. Al poco tiempo y viendo la animación empezaron a entrar otras parejas, fue así como ganamos de paliza a una pareja en la que jugaba nuestro sargento.
Nunca he sido especialmente habilidoso, pero es que en eso del futbolín arrastraba un entrenamiento a fondo. Durante los tres meses de guardias en el puesto de la Cruz Roja de Pinos Puente, compraron para nosotros un futbolín y una máquina de bolas, fliper creo que se le llama. Así que mi pericia, era fruto de las horas de práctica y no de una habilidad.
El sargento, tras perder tres veces contra nosotros, propuso un cambio de parejas. Me puso de pareja con él y continué ganando. Empezaron a entrar más parejas, incluido el teniente. Al principio me puse nervioso, pues de pronto me vi jugando al futbolín entre mis mandos, pero estaban relajados y disfrutando y eso me tranquilizó. El teniente era un hombre muy competitivo y perdió cuatro partidas, y entonces el sargento me indicó que tal vez deberíamos dejarnos ganar, yo acepté. Ya estaba cansado y la cosa había empezado a ponerse algo tensa, con apuestas de por medio en las que yo no era más que un mero espectador. Mientras abandonaba el lugar el teniente me llamó y me “ordenó” ser su pareja, que remedio, acepté. A partir de ahí todas las mañanas me ganaba algo de dinero jugando al futbolín, y lo que era mucho más importante para mí, la complicidad de mis mandos.
Volvimos a nuestro patio, a formar con el resto de nuestros compañeros. Mientras pasábamos revista, se acercó a mí el cabo, aquel cabo poligonero que era grandote me pasó el dedo por la mejilla, ¡ya me había crecido la barba!, me mandó ir a afeitarme de nuevo. El asunto de los dos afeitados diarios me costó mucho trabajo, además de que la piel la tenía muy irritada, incluso llegué a plantearme rebajarme de barba.
Cuando bajé de afeitarme mi cabo me indicó la fila del comedor. La cola era larga y avanzaba muy lentamente al entrar en el comedor cogía una escudilla de metal con varias cavidades. Ibas pasando delante de los encargados de cocina, quienes te iban sirviendo. La comida no era mala, creo que ese es uno de los mitos de la mili. Yo pregunté por el oficial de cocina, al que le mostré el papelito que me había entregado el oficial médico. Era un sargento primero alto y con cara de pocos a amigos y me dijo:
- Ve a cocina y que te pongan lo que tú quieras. Y no me moleste más-.
- Si señor-, respondí.
Entré en la cocina, era sucia y estaba bastante descuidada, no pude evitar fijarme en las trampas para roedores varios, ni en como emplataban sopas de ajo para el comedor de oficiales, cuidadosamente, con su pan arriba con un escupitajo, ¡qué asco!.
Me llevaron hasta la cámara frigorífica y me dijeron que cogiera lo que quisiera. Vi jamón y a por él me fui. En lo sucesivo, sólo comí en el cuartel jamón y pechuga de pollo a la plancha, cosas que me permitía mi dieta y que yo podía ver que estaban limpias y no eran muy manipuladas.
A los pocos días llegó el cambio de oficial de cocina, el que entró era mucho más honrado, el saliente salió de su mes como oficial de cocina comprándose una moto de gran cilindrada.
Es todo por hoy.

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