Las croquetas, el cupón y el montón de estiércol




Anoche vi una foto de una amiga en la que ella aparecía sentada en la mesa de un bar junto a un plato que contenía cuatro grandes croquetas. No eran croquetas de las congeladas, esas pequeñas que salvo por el sabor a aceite frito no aportan más que calorías; se veía que eran de las caseras de verdad, croquetones que trajeron hasta mi paladar sabores a jamón, a pollo, a espinacas con roquefort, a gambas al pil-pil…y es que la imaginación se desbordó a altas horas de la madrugada.  Las soñé cremosas y suaves por dentro y crujientes por fuera, incluso sentí romperse la capa de fuera con mi primer bocado y el sabor intenso que danzaba en el interior de mi boca; las soñé libres de aceite. Con la primera me quemé por no saber esperar a que se enfriaran un poco antes de la degustación, pero un buen trago de rioja apagó el fuego junto a un trozo de pan de hogaza, de aquellos antiguos, de los que aguantaban una semana sin llegar a ponerse duros ni a adquirir moho por la humedad.
En mi sueño, tras el primer bocado, apareció uno de los chicos que trabajan en el gimnasio al que voy y retiró el plato de croquetas sin piedad alguna. Ante la mirada llena de rabia y de pena por ver partir a las tres amigas que restaban en el plato junto a unas patatas fritas, el camarero se limitó a decirme que se trataba de un nuevo servicio que ofrece el gimnasio, que al parecer, consiste en el cuidado y vigilancia del cliente durante las 24 horas del día, para que no ingiera alimentos altos en calorías. Como promoción se les había ocurrido la genial idea de sortear el servicio; habría diez ganadores que lo probarían durante un mes de forma gratuita y yo resulté ser uno de los agraciados; maldita la gracia.

Era preferible la fotografía del infractor que la de la prueba del delito

Resulta que por la tarde, yo había salido a dar un largo paseo y en mi camino me encontré un montón de mierda de caballo, aunque por el tamaño de la misma bien habría podido ser la de un camello grande. Cuando digo que me la encontré, me refiero a que mis nuevas zapatillas de deporte, las que aún conservaban el blanco nuclear que traen de fábrica, se sumergieron en la mierda, faltando poco para que llegara al tobillo. A los pocos metros pasó junto a mí un vendedor de la ONCE que gritaba a los viandantes —¡El gordo, el gordo, que llevo el gordo!— Como buen gordo que soy, me di por aludido y pensé que con el pedazo de truño que había pisado y casi amasado con la planta del pie, mis posibilidades para que me tocara el cuponazo eran grandes. Compré el boleto y ahora lo contemplo sobre mi escritorio…
¿Se habrá esfumado mi suerte con el premio de dudoso gusto que gané en el sorteo del gimnasio?
¿Cuántos platos de croquetas podría comprar si me toca?

¿Volveré a ponerme la zapatillas nuevas?

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